Ayer se celebró el Día Internacional de las Trabajadoras del Hogar. La fecha pasó inadvertida para la mayoría de la población. Lo anterior resulta lógico en razón de la escasa difusión que se dio al acontecimiento, lo cual contrasta con la publicidad que se hizo para "El Día del Taco".
En México, aproximadamente 1.8 millones de personas se dedican a trabajar en labores del hogar, y la mayor parte son mujeres. Esta cifra se toma en cuenta para decir que son personas empleadas; sin embargo, bien vale la pena reflexionar sobre el maltrato, el poco reconocimiento y valoración que en nuestra sociedad tenemos hacia el trabajo de quienes se dedican a limpiar y afanar casas ajenas. Son pocos los casos en que las percepciones de estas personas alcanzan los tres salarios mínimos, y lo peor es que en la inmensa mayoría de los casos no cuentan con Afore, seguridad social ni otras prestaciones.
En los países desarrollados el trabajo doméstico es, por lo menos en lo económico, altamente cotizado y un verdadero lujo de muy pocos. En México es totalmente al revés: no solamente no es cotizado, sino menospreciado. Si hacemos un recuento de las que nos dicen son "las grandes reformas" que el país necesita, no encontraremos ninguna que hable de revertir el rezago legal en el que se encuentra la figura del trabajo doméstico con relación a las demás actividades remuneradas.
Lo anterior es sorprendente, en razón de lo rentable que para un partido político pudiera ser la promoción de una legislación que favoreciera a 1.8 millones de familias, lo que podría traducirse en alrededor de 5 millones de personas.
La situación de las trabajadoras domésticas nos retrata de manera nítida como país. Queremos ser competitivos y de primer mundo en el discurso, pero nos valemos de usos y costumbres para no pagar seguridad social a este sector de la población. Con base en estas tradiciones presumimos nuestras banquetas y casas limpias, pagando a cambio un precio, muchas veces ridículo, con relación al trabajo realizado. Esos usos y costumbres que ejercemos, y que al parecer recubren de legitimidad la explotación que se hace a la vista de todos, se han venido sofisticando y globalizando. Así, hemos visto con gran naturalidad que colonias de compatriotas de Estados lejanos se hayan desarraigado de su tierra y hoy presten sus servicios en nuestra ciudad. Este fenómeno se repite en no pocas ciudades del país.
La versión feliz de la derecha que pregona que "el que tiene poco o nada es porque no trabaja" colisiona con el hecho de que la mayoría de los repetidores de estas grandes verdades universales se benefician de un trabajo desvalorizado. Sin embargo, tienen una respuesta para cada circunstancia, y entonces se dice que si se dedican a eso es porque no saben hacer otra cosa o porque no estudiaron.
Cuando se habla de "usos y costumbres" nuestra mente nos remite a Oaxaca o Chiapas, pero están en Guadalajara y en las grandes ciudades de México; son estos usos y costumbres los que no sólo no aceptan una cultura de derechos para las empleadas del hogar, sino que hace "normal" llamarlas de manera despectiva; eso sí, con un desenfado que en no pocas ocasionas aspira a ser gracioso. Lo anterior como propina al maltrato, a lo escaso de la remuneración, prestaciones y a condiciones que llegan a la figura de la tienda de raya o de plano a una versión moderna de la esclavitud.
No cabe duda que "el buen juez por su casa empieza", y la mayoría de las casas de los 1.8 millones de familias mexicanas donde laboran estas trabajadoras demuestran que los mexicanos somos candil de la calle y oscuridad de nuestra casa: exigimos justicia, pero en la propia no somos justos; exigimos que no se aprovechen de nosotros, pero enseñamos a nuestros hijos en nuestra propia casa cómo aprovecharnos de alguien. Eso sí, sin violar la ley, porque la ley no exige que se paguen determinadas prestaciones para este tipo de trabajo... curiosamente ésa es la explicación de moda de no pocos políticos ante un escándalo: "No se está violando la ley".
En contrapartida, hay otros 1.8 millones de familias, aquellas a las que pertenecen las trabajadoras del hogar; en esas casas la dura lección recibida día con día es que después de las difíciles condiciones en las que las trabajadoras del hogar laboran, todavía esas mamás, hermanas o hijas deben llegar a cubrir la "doble jornada", ésa que las ata al cumplimiento del tan poco valorado trabajo doméstico. Sin este trabajo "local" e "invisible", las familias apenas lograrían funcionar en una sociedad como la nuestra, que no suele asignar mayor importancia al trabajo de las amas de casa, y cuyos políticos rara vez se detienen a pensar -ya no digamos legislar- sobre la protección que el Estado debe a los hijos pequeños de las madres trabajadoras, entre tantos otros aspectos de esta compleja cuestión...
rogelio_campos@yahoo.com
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