Estamos en guerra: con todas sus letras y de manera reiterada lo ha dicho el Presidente de la República. Las guerras -está comprobado- suben la popularidad de los Presidentes. Bush -que llegó cuestionado en el 2000- alcanzó después del 11 de septiembre niveles de popularidad nunca vistos. Este factor -descarto el económico- explicaría en gran medida la aceptación que tiene Calderón entre los ciudadanos, según las encuestas -incluidas las de este mes- realizadas por Mitofsky y por Grupo Reforma.
La guerra que vivimos es diferente a una convencional. No es contra otra nación, es -se ha dicho- contra el crimen. Es una guerra -con todo y estado de excepción- sin declaración formal ni legal. Es una guerra que se libra toda en territorio propio. En esta guerra no hay un enemigo visible; luchamos contra algo más bien difuso. Tampoco tenemos objetivos concretos o que puedan ser medidos.
Como en toda guerra, hay enemigos, aliados y traidores. El enemigo es la delincuencia organizada, no hay duda. El problema surge en la identificación de los aliados -de ambos bandos- y los traidores. El problema se vuelve mayúsculo cuando en plena guerra hay elecciones. Todavía más grave: cuando no se decreta -como en toda guerra- una tregua que en este caso ponga a salvo la renovación democrática de autoridades.
Lo anterior todavía se vuelve más álgido cuando el comandante supremo de las Fuerzas Armadas guarda silencio frente a las expresiones de uno de sus principales aliados: el PAN. El que calla otorga y el comandante ha callado frente a las imputaciones de sus aliados, que ven en los demás partidos aliados del crimen. Si las aseveraciones son ciertas, la única forma de apoyar al Presidente es votando por su partido. Si no se toma ese partido estaríamos dejando a México en manos del crimen: nos convertiríamos en aliados del enemigo. En ese sentido, la guerra que se libra pasa por el aniquilamiento de los demás partidos; bien vendría repensar la posibilidad -totalitaria- y transitar a un régimen de partido único, por supuesto del único que garantiza salvar a México de manos siniestras.
Además de otorgar, se ha expresado desde el cuartel general la sospecha de que los órdenes de gobierno local y municipal son traidores a la causa. Como las estrategias bélicas exigen secrecía, no podemos saber cuáles estados o municipios se ubican en este supuesto: únicamente lo sabe el alto mando. Si las sospechas son fundadas, el fantasma del totalitarismo también recorre el régimen federal. En ese sentido, valdría la pena pensar en la posibilidad de eliminar el sistema federal y volver a uno central, en el que la alta dirigencia designe delegados de toda su confianza. En esta guerra, la democracia y el régimen federal empiezan a estorbar.
El ejemplo cunde y en los estados se replican las mismas conductas. Los candidatos del "partido de los buenos" tienen dudas sobre sus adversarios políticos. Ven moros con tranchete y perciben en el adversario político el riesgo de que tenga nexos con el enemigo. El discurso es de campaña -pero no política- de guerra. No se discuten plataformas políticas ni proyectos de ciudad; el reto es salvar a la ciudadanía de caer en manos de aliados de los enemigos. Peor aún, el adversario con su actitud silente otorga validez a los dichos en su contra.
Todo puede esperar. Ya habrá tiempo para atender el asunto de la economía. La reforma política que esperan los "anulistas" podrá esperar. ¿Cuánto tiempo? Lo que dure la guerra: "muchas vidas, muchos recursos y mucho tiempo" según se ha dicho. Después vemos esa minucia de que seamos uno de los peores países para ejercer el periodismo. Sí, somos campeones en número de periodistas muertos, pero en cualquier guerra hay daños colaterales. Y vaya que la guerra está gruesa, no por nada disputamos el liderazgo -en riesgo para periodistas- con Irak y Afganistán. ¡Vaya pretensión la que enarbolan los que exigen el cumplimiento de la Constitución o el respeto a los derechos humanos en un escenario como el que -se plantea- vivimos!
Nadie en su sano juicio quiere que México pierda la guerra. La única forma, según el discurso totalitarista, de no rendir la plaza es votando por el partido que se ufana de ser -entre todos los actores sociales- el principal aliado del Comandante Supremo. Lo anterior supone que no hay opción, y al no haber opción no hay libertad que es la facultad de obrar de una manera o de otra, o de no hacerlo. Aquí no hay más que de una sopa, y las otras significan apoyar a los aliados de los enemigos. La guerra produce miedo para cualquier persona normal. La democracia supone elecciones libres, y cuando las personas actúan con miedo -perturbados angustiosamente en su ánimo por un riesgo o daño real o imaginario- no actúan con libertad.
En la guerra todo se vale. Estamos en guerra, no hay que olvidarlo. Así son las elecciones en estos tiempos.