Esta semana nuestra ciudad fue sede del 19 Congreso Nacional y Segundo Congreso Internacional de Estudios Electorales. Este esfuerzo, encabezado por la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales, en esta ocasión contó, principalmente, con el apoyo de la Universidad de Guadalajara y del Instituto Electoral del Estado de Jalisco.
Los trabajos ahí expuestos son desarrollados por académicos, investigadores, consejeros electorales y periodistas, entre otros, y para ser presentados deben contar con un mínimo rigor académico. Se presentaron decenas de ponencias, y no pocas reflejan el colapso de nuestro sistema democrático.
No son pocos los avances que en esta materia reporta nuestro país en los últimos 15 años. Sin embargo, en el mismo periodo los vicios del pasado han sufrido una metamorfosis y ahora aparecen más sólidos, más institucionalizados. Por si lo anterior fuera poco, han aparecido nuevas prácticas que hacen palidecer los logros alcanzados.
Para decirlo en otros términos, la medicina desarrollada para combatir las enfermedades de un Estado autoritario ha quedado obsoleta: los virus y bacterias mutaron y se han vuelto inmunes a los medicamentos desarrollados. Además han aparecido nuevas enfermedades y aún no iniciamos los trabajos para desarrollar nuevos medicamentos; lo que es más, no nos hemos dado tiempo para contar con un diagnóstico certero.
Estos y otros aspectos quedaron en evidencia en el "encuentro con medios" que se desarrolló en el marco de los trabajos del congreso. Las preguntas de los representantes de los medios de comunicación a los especialistas, autoridades y personalidades ahí presentes se pueden traducir con la expresión angustiante de un paciente: ¿qué tengo, doctor?
Una de las respuestas ofrecidas es particularmente valiosa: hemos desarrollado mecanismos democráticos electorales y nos olvidamos de lo demás. Nos centramos en una democracia instrumental (limitada) y hemos dejado de atender el fin al que debe servir.
Paralelamente al desarrollo de este congreso, en la Ciudad de México el representante del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Diego Antoní, advertía que la desigualdad económica es una seria amenaza contra la democracia en América Latina. Aquí tenemos un punto estratégico que explica el estancamiento de los avances democráticos procedimentales que se habían venido desarrollando.
Si a lo anterior agregamos el hecho de que México es un referente en materia de desigualdad económica (que no es necesariamente lo mismo que pobreza), tenemos como consecuencia que en nuestro caso particular la amenaza se torna aún más grave. Desigualdad regional y desigualdad de ingreso entre el 10 por ciento que se encuentra en ambos extremos: los más ricos y los más pobres. Esta es una realidad innegable y dramática que caracteriza a nuestro país.
Por eso no hay regulación que alcance; por eso suena impensable que el IFE y los organismos electorales locales sean capaces de fiscalizar los gastos realizados por los partidos. En un país caracterizado además por su elevada evasión y defraudación fiscal, donde la autoridad hacendaria ha sido incapaz de combatir estas prácticas, no se puede pensar que la autoridad electoral pueda detener las trampas, chanchullos y marrullerías en que incurren los partidos en el ejercicio de su gasto. Para pensar que una auténtica fiscalización sea posible es imprescindible que avancemos en nuestro sistema fiscalizador, pues la consecuencia sería una mayor tributación, un mayor gasto social y una menor desigualdad.
Recordemos que nuestro país recauda menos del 10 por ciento de impuestos con relación al PIB, muy por debajo de Argentina, Chile y Brasil, que rondan el 20 por ciento; y de la Unión Europea, que recauda el 30. No hace poco, el FMI señaló que el régimen fiscal prevaleciente en México favorece a los mexicanos más acomodados. Se cierra así el círculo de la desigualdad.
En este escenario no es extraño que los pocos mexicanos en la cúspide de la pirámide de ingresos sean quienes se hayan adueñado de los partidos políticos. Si seguimos la ruta del dinero encontraremos a los que pueden financiar campañas y precampañas u ofrecer apoyos en estudios o en especie; los que pueden pagar cabilderos para empujar, matizar o detener reformas estructurales.
Algunos pensarán que lo mismo pasa en otros países. Tienen razón. La diferencia, sin embargo, radica en el nivel de desigualdad. En una sociedad como la estadounidense, con una robusta clase media, que tiene acceso a crédito sustancialmente más barato y no sólo para vivienda, con modelos de gerencia pública local más o menos eficientes y con una situación de vida resuelta en lo básico, incluyendo la expectativa de futuro, lo que hagan los de arriba les impactará en menor medida: los niveles de desigualdad en la Unión Americana entre el que gana menos y el que gana más son muy inferiores a los de México.
Cuando la desigualdad campea, las oportunidades se reducen, y si en una elección se juega todo, los jóvenes precandidatos ven el "ahora o nunca". Cuando la desigualdad se ha impuesto, ya ha herido la dignidad de muchos y devaluado la de otros tantos.Para retomar el camino a la democracia es necesario rescatar la dignidad y combatir en serio la desigualdad. Lo demás es demagogia.
rogelio_campos@yahoo.com