En 1970, la Organización Internacional del Trabajo adoptó un convenio que obligaba a los países firmantes a establecer un sistema de salarios mínimos. México lo ratificó en 1973. La Constitución establece que el salario deberá ser suficiente para satisfacer las necesidades normales materiales, sociales y culturales de un jefe de familia y para proveer la educación obligatoria de sus hijos.
México es la décimo tercera economía en el mundo, y resulta ilógico que el salario mínimo mensual apenas llegue a los 136 dólares. Somos la vergüenza de Latinoamérica, ya que muchos nos superan, comenzando con Nicaragua (145) y República Dominicana (150). Por arriba de los 200 dólares se encuentran Guatemala (228), Perú (280), Ecuador y Colombia (292), y Honduras (300).
Superan los 300 dólares Brasil y Uruguay (350), Paraguay (372), Costa Rica (375), Chile (386) y Argentina, con un salario mínimo superior a los 500 dólares. Ni hablar de la disparidad salarial con nuestros socios del TLCAN. Algo ha estado pasando en el resto del continente que les ha permitido elevar el salario mínimo: lo que sea, no ha ocurrido aquí.
Las sanciones económicas que establecen nuestras leyes tienen como punto de referencia el salario mínimo. Resulta lógico que esas multas sean irrisorias cuando la referencia es tan baja. El paupérrimo aumento anual al salario mínimo también ha servido de base para fijar las percepciones en el sector público, condenando a la mayoría de los burócratas a tener bajas remuneraciones.
En estas semanas se ha discutido con intensidad sobre la compra del voto en las elecciones de julio. Resulta lógico, más no justificable, que a menor salario sea más fácil que alguien venda su voto. Nos hemos quedado en la consecuencia y olvidado de la causa. Queremos democracia desarrollada cuando el salario mínimo corresponde a la mitad del que tienen en Ecuador. Quizás los mexicanos aprecian las instituciones -y a su país- en la misma medida que éstas valoran su trabajo.
Así como se celebró el surgimiento de #YoSoy132, que buscó la democratización de los medios, debemos cuestionarnos por qué no ha surgido un movimiento que exija llevar el salario mínimo a los niveles de América Latina.
A pesar de que el alcance que debe tener la mínima remuneración está elevado a rango constitucional, y sobre todo a la luz de la comparación con otros países, en este tema los defensores de las instituciones y del Estado de Derecho brillan por su ausencia.
Los indicadores macroeconómicos que tanto se presumen no han sido suficientes para elevar el salario mínimo al nivel de Latinoamérica. Probablemente los bajos salarios son los que nos han permitido lograr las abstractas metas presumidas.
¿Cuántas inversiones atraemos por la mala paga y hasta qué grado nuestra "competitividad" está cimentada en los pobres sueldos que nos permiten vender barato? Los empresarios y el Gobierno recurren al argumento de que son pocas las personas que sólo ganan un salario mínimo, pero aun ganando tres veces ese monto apenas equivale al mínimo de Costa Rica.
Prometer empleos bien -o mejor- pagados es promesa recurrente de los políticos. Calderón no fue la excepción en 2006; tampoco Peña Nieto en 2012. Es una promesa tramposa que evade el compromiso fundamental y el principio para poder cumplirla: elevar el salario mínimo.
Tomará mucho tiempo alcanzar a países que superan los 200 dólares mensuales, y ni hablar de los que superan los 300 ó los 500. Y más nos vamos a tardar si no empezamos a discutirlo seriamente y a la brevedad.
No faltarán los tecnócratas e intelectuales que busquen explicaciones para el bajo nivel que tenemos en este rubro. Yo digo que los salarios corresponden, en gran medida, al grado de vergüenza y dignidad de las naciones.
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